La compra de la primera guitarra no se olvida. Tampoco la de la segunda, que siempre suele ser de mejor calidad. Además, a la primera la jubilamos o la convertimos en objeto de decoración y la segunda nos acompaña toda la vida. En esto pensaba mientras leía el libro escrito por Helena Attlee, titulado El violín de Lev, que fue el nombre de su último propietario, un ruso. El sonido de aquel violín cautivó a Helena Attlee y decidió su historia. Comenzó por dirigirse a Cremona, la cuna, eso dicen los expertos, del violín italiano. Siempre me ha atraído la figura del luthier. Actualmente, cerca del Conservatori Municipal de Música, en la calle Girona, el taller de Roca Luthiers dignifica el espacio urbano mucho más que los inventos florales municipales de la anterior alcaldesa de Barcelona. Inventos florales que ahora, según leo, están plagados de especies invasoras. El violín siempre ha tenido más prestigio musical que la guitarra. Y algunos abuelos, como el mío, pese a no saber solfeo, se atrevían con su violín. Supongo que aquellos violines como el de mi abuelo, como el de los zíngaros que recorrían los pueblos, no sonarían muy bien, pero su misión se reducía a animar la fiesta, no a seducir melómanos en un concierto. Aquellos violines deberían ser más gatos maullando que violines, pero daba igual.
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