En Sitges, mi padre no se relajaba nunca. Parecía ser uno de esos soldados japoneses que, años después de finalizar la contienda, nadie les había avisado que la guerra había terminado. Su homofobia generacional le mantenía en alerta. Lo recuerdo en jarras, de espaldas al mar, con las gafas de sol de cristales verdes que algún cliente se debió dejar en el taxi. Les regalo una máxima eterna: paraguas y gafas de sol nunca se compran en las casas de los taxistas.
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